10/6/18

La noche que lo cambió todo

Elena Castillo

Uno de los recursos habitualmente utilizados en favor de la creatividad es “¿Y si...?”, esa pregunta mágica que tanto sirve para un roto escénico como para un descosido narrativo. Tiene un efecto desatascador, capaz de alumbrar con palabras la página en blanco, y de hacer andar de nuevo a una acción aquejada de parálisis.

Sin embargo, aquello que hace volar a los artistas puede también ser un lastre para ir por la vida: de la misma pregunta surge la madre de todos los terrores. Es el buque insignia que delata verbalmente a quienes navegan en el mar de las preocupaciones, porque se les escapa de los labios con frecuencia y por cualquier motivo. Esa señal del desasosiego que no termina nunca suele encerrar entre los signos de interrogación el lado más oscuro de cualquier asunto, las limitaciones propias o ajenas y los obstáculos que aparecerán por el camino, aunque nadie más haya pensado en ellos... Se podría resumir en que la frase empieza igual, pero acaba en catástrofe.

Hace poco que he vuelto a encontrarme con este resorte -más bien con una versión de él-, en un libro que rinde homenaje a sus poderes. Apegos feroces es el relato que hace Vivian Gornick  de su vida en el Bronx. Nacida en un hogar judío y socialista, la tristeza crónica de su madre la obliga a buscar sentido vital por los alrededores, habitados por mujeres que comparten el edificio y las horas. Entre ellas está Nettie, una madre soltera que hace encaje mientras, en voz alta, se inventa situaciones. “¿No sería maravilloso si...?” es el comienzo de todas sus fantasías: “¿No sería maravilloso que una ancianita estuviese cruzando la calle y un camión estuviese a punto de atropellarla y que yo la salvase y que me dijese “Ay, querida, ¿cómo podría agradecértelo? Tome, para usted” y me diese el collar que llevase puesto y que yo lo vendiese por mil dólares?”  “¿No sería maravilloso si estuviese sentada en un banco del parque y, metida entre las tablillas, hubiese una bolsa de papel de estraza que nadie se atreviese a tocar de lo arrugada y sucia que estaba, y que yo la abriese y que dentro hubiera mil dólares?”

Tras las retahílas de Nettie, y en su turno de quimeras, aquella niña se ponía a imaginar que sus discursos elocuentes moverían a miles de personas a sentir la vida, a actuar. Y habrá que reconocer que aunque sus fantasías no tuvieran que ver con las de Nettie -siempre ligadas al amor y al dinero-, son el legado de una maestra. Porque Vivian Gornick, la periodista, escritora y destacada activista feminista, aprendió de su vecina Nettie el arte de abrir la puerta de los sueños con aquellas frases interrogativas sembradas de azares encadenados, de sucesos fortuitos y mágicos que cambiaban vidas para siempre.

Pero la vida también cambia sin que tú lo desees siquiera, como si fuera ella la que sueña por ti. Y entonces se dan casualidades. Ocurren cosas. Y tienen consecuencias. Lo digo porque el 14 de enero de 1994 estaba siendo un día como otro cualquiera; después de salir de la oficina, almorzaba en casa de mi madre casi a diario, y allí solía hojear el periódico. Me  llamó la atención una reseña de cuatro líneas en una columna, sobre una sesión de narración oral escénica que tendría lugar en la Ermita de San Miguel de La Laguna, a cargo de una mujer cubana llamada Mayra Navarro. Se trataba, ponía allí, del viejo arte de contar cuentos. Qué será eso, me dije yo. Y como mi curiosidad por el asunto fue superior a los tópicos que me vinieron a la cabeza, organicé la tarde para poder estar a la hora anunciada en aquel sitio; total, por probar no pasa nada.

Lo primero que me llamó la atención fue que, a pesar de haber llegado temprano, el recinto ya estuviera lleno y bastante gente, de pie. En la última fila una silla seguía estando libre sin que ninguno de los presentes, al parecer, la quisiera, así que fue para mí. Por eso no pude ver a aquella mujer; tan sólo su mano, cuando la levantaba y parecía volar al fondo de la sala, por encima de aquel mar de cabezas que nos separaba.

Fui muy afortunada al estar tan lejos, porque aquella noche vi una voz, supe de sus poderes. Cuando esa voz dejó de escucharse para cederle el aire a la ovación final, a mí ni siquiera se me ocurrió ir a conocer a su dueña: no podía, pero volver a mi casa, tampoco. Acabé presa de una euforia tan grande y tan desconocida que no sabía qué hacer con ella, ni dónde meterme yo... Y puse rumbo a “La Tronja”, un chiringuito de El Ortigal al que mis amigos y yo íbamos de vez en cuando, en el que convivían pacíficamente las exposiciones y la música en vivo, los recitales de poesía con el rock duro, la Budweiser con el sol y sombra, los moteros de tatuaje y chupa de cuero con los viejitos de sombrero, manta esperancera y puro en los labios.

Pedí cerveza y me la bebí muy despacio, mirando al infinito y sin creerme del todo lo que había sucedido porque, como diría Nettie, ¿no sería maravilloso si un día yo fuera a un sitio nuevo para asistir a algo desconocido, como quien entra a oscuras, y que bastara la voz de una mujer para hacerme viajar por todas las emociones, y que después yo saliera de allí llevando por dentro fuegos artificiales, y que esas luces se quedaran en mí para siempre?

¿No sería maravilloso seguir ardiendo en deseos de escuchar, sin ni siquiera imaginar que a contar cuentos se podía aprender, hasta que un día, a las ocho de la mañana, me enterara de que Francisco Garzón iba a impartir un curso gratuito organizado por el Cabildo de La Palma, y que dos horas más tarde ya hubiera hecho mi matrícula, reservado el alojamiento y comprado los billetes para el viaje, convencida de que, en caso necesario y de no haber más remedio, yo sería capaz de ir nadando?

¿No sería maravilloso que buscara como loca historias para contar, hasta que me diese cuenta de que no haría falta, porque eran las historias las que tenían que encontrarme a mí?

¿No sería maravilloso si las palabras, como un veneno, me entraran una noche por las orejas, y me cambiara la vida, aunque yo entonces no lo supiera, y descubrir luego que ese veneno no tiene más antídoto que el de soltarlo por la boca, contando historias, y mucho, mucho tiempo después, ser consciente de que, pese a los años transcurridos desde aquella noche, cuanto más contase, más envenenada estaría?

¿No sería maravilloso si contando historias pudiera rendir homenaje y darle las gracias a mi madre, a mi abuela, a la gente que quiero, a los anónimos que le dan cuerda al mundo, a quienes hacen milagros todos los días y a la gente que nunca se rinde?

¿No sería maravilloso si me reencontrara con la niña que fui, y pudiera disfrutar compartiendo las cosas que me hubieran pasado, hasta reírme de lo que en otro tiempo me hizo llorar?

¿No sería maravilloso si los cuentos me encontrasen de rodillas y me pusieran de pie, y que luego, contando historias, pudiera salir de mí mi mejor yo?

¿No sería maravilloso si descubriera que hablar y escuchar son los dos verbos imprescindibles para un acto de amor?

¿No sería maravilloso si pudiera sentirme en el vientre materno de todas las historias, y a través del cordón umbilical, la vida me alimentara con palabras?

¿No sería maravilloso si organizara con mis amigos una fiesta para celebrar que el cuento soy yo, en un teatro que fuera como mi casa, y si mientras sonase una de mis canciones favoritas, yo bailara sobre el escenario quitándome la ropa poco a poco, hasta no llevar sobre la piel nada más que palabras escritas?

¿No sería maravilloso si pudiera contar una noticia que escuchase en la radio, o me la encontrara en un telediario, o leyese en una columna, y que también contase las cosas que pasaran por mis alrededores, y lo que mi madre me decía, porque la realidad le gana a la ficción, porque en los cuentos cabe la vida, y por eso cabe todo?

¿No sería maravilloso si de la mano de los cuentos conociera a un montón de personas y lugares, y que, como si cerrara el círculo, pudiera viajar hasta Cuba, contar en La Habana, y abrazar de nuevo a la dueña de aquella voz?

Los seres humanos, para lo bueno y para lo malo, somos incapaces de vivir sin contarnos historias, tal como Nancy Huston expone en La especie fabuladora; Carmen Martín Gaite decía que mientras dure la vida, sigamos con el cuento, y Ana María Matute declaraba que cada persona es un cuento que está vivo hasta que se muere. Yo estoy de acuerdo con las tres.

¿No sería maravilloso si a veces, cuando nadie pudiera hacerlo, nos tocasen las palabras? ¿No sería maravilloso que alumbraran nuestro camino? ¿No sería maravilloso que algunos cuentos siguieran brillando como estrellas mientras yo esté viva?

Si, Nettie. Y a pesar de que nunca soñé con todo eso, no sólo sería maravilloso, sino que sigue siéndolo. Aunque también es cierto que, a lo largo de los últimos veinticuatro años, me he preguntado otra cosa muchas veces: ¿Y si no hubiera ido a escuchar cuentos?

No quiero ni pensarlo.

Gracias, Mayra, por haber cambiado tantas cosas aquella noche. En mi corazón, todavía, se oye tu voz.