18/10/18

No, así yo no cuento.

Marianexy Yanes y Mon Peraza

A estas alturas del cuento, las personas que formamos parte de la  cuentería  y que llevamos en esto varios años, tenemos claras algunas cosas que tomamos en cuenta en nuestro trabajo, como son: la búsqueda continuada de buenos cuentos para crear un repertorio digno, fórmulas para encontrar tu propia voz, formación de calidad, el teléfono de algún/a foniatra o profesional de la voz e incluso hasta hay colegas de profesión que se han especializado en hierbas medicinales y productos naturales que puedan salvar la agenda en los meses de zafra. Y aún teniendo en cuenta todo esto no hay mayor indicador que el de tu propio instinto para saber si lo que estás haciendo o dejando de hacer está bien hecho, quiero decir: estar totalmente segura de que lo que decides hacer es realmente tu decisión.

No podemos olvidarnos de tener en cuenta al público, y en esta ocasión me refiero al escolar; su actitud es decisiva, si con la palabra consigues que presten atención, que escuchen de manera activa y que vivan contigo las historias que les cuentas, ya tienes gran parte del camino hacia el trabajo bien hecho recorrido.
No debemos olvidar lo que yo llamo “satélites”, que son seres sin luz propia que necesitan robársela a otros cuerpos que normalmente eres tú o incluso el resto del alumnado, de su propia clase o de otra. Estos seres normalmente eligen a las personas más débiles y, con su succionador de luz invisible roban la magia del momento y llenan la sesión de interrupciones con comentarios fuera de lugar, risitas incómodas, movimientos extraños, etc. No obstante, aún así, la sesión sale bien, no todo lo provechosa que te hubiera gustado pero la gran mayoría del alumnado está contigo y eso te llena de felicidad y te da alas de las de verdad, de las que hacen que sobrevueles el espacio y te sientas en la gloria.
Sin embargo, en ocasiones, te enfrentas a sesiones en las que tu instinto dice una cosa, pero finalmente terminas cediendo y realizando otras. Asumiendo que el resultado puede ser catastrófico, un auténtico “locuraje”.

Pongámonos en situación: 300 niños y niñas, con su respectivo profesorado, los dos grupos inmejorables, de los que desearía tener siempre como público, un espacio con sus gradas, en semicírculo, con su escenario de dimensiones mínimas de 4x6 a una altura de un metro, en el que los telones utilizados para la ocasión se caían por la brisa que había. Se comunica a la persona programadora que mejor sería contar a altura de suelo para que el atrezo no sufra ningún incidente, pero la frase desde la organización fue: “No, en el escenario para que luzca más”.
Y en este punto se cuestiona una qué pretenden programando espectáculos de narración oral, no sé si lucirse como programadora del evento es el objetivo general, más que ofrecer cultura de calidad y gratuita. Por cierto, los telones terminaron cayéndose al suelo, y uno de los soportes acabó totalmente inservible, pero dejando eso a un lado y siguiendo con el espacio, incluir que no había cobijo alguno en el que refugiarse y las 12:00 del mediodía con un calor de septiembre que no aguantan ni los perenquenes.
Casi una hora antes de empezar ya comentas que hace mucho sol y que no va a poder ser, pero insisten y tú te preguntas: ¿seré yo la única que tiene calor? O ¿será que estoy irascible?
Todos los preparativos previos pasan y es el momento de indicarle al alumnado que se siente, que va a empezar el espectáculo y como era previsible y yo misma había sospechado, parte del profesorado se niega a ponerse a la “solajera“ infernal, la otra parte corre despavorida para ponerse debajo del único flamboyán que hay en las gradas, quedando la gran mayoría del alumnado y profesorado al sol. Se lo comentas a la organización, hablas de la situación, dices que es inviable, que no hay quien lo aguante y te dicen que “ofrezca agua por megafonía y si los ves muy inquietos reduce un poco el tiempo del espectáculo”. Finalmente la actuación se redujo a 20 minutos (hice caso omiso a lo que me decía mi instinto, mi cerebro, mi corazón y mis años de experiencia), no sin antes ver como maestras se levantaban llevándose a su grupo y pidiendo perdón. ¡Pidiendo perdón!. Me sentí tan mal que aún no he olvidado el enfado que me cogí conmigo misma.

Por suerte, esta experiencia no la viví sola, porque si pensaban que esta anécdota era una pesadilla les anuncio que es real como que soy humana. Mi compañera de profesión y amiga Marianexy  estaba conmigo, igual de ilusionada que yo porque íbamos a estrenar la obra que llevábamos meses trabajando, nos entendíamos sin palabras y cada frase que nos decían se acompañaba de nuestras miradas cómplices y el pensamiento unánime de “esta gente no tiene ni idea” y la sensación de estar siendo maltratadas y ninguneadas se apoderaba de nosotras por momentos, quedándonos finalmente con la sensación de MEDIOCRIDAD. Además no recuerdo haberle dado las gracias a mi compañera por alimentar mi paciencia ese día y por acompañarme en todo momento.

Tomando en cuenta todo lo dicho y desde la cabeza pero con el corazón, sin rencor aunque dolida porque no me he sentido respetada como profesional, puedo decir que me reconozco en los momentos de crisis, me doy cuenta que hay que cerrar una puerta para abrir otra, o saltar por la ventana si hace falta, pero creo que como profesional debo no solo exigir unas condiciones mínimas de espacio sino no achantarme, hacer caso a mi instinto y sentirme libre para decir NO, ASÍ YO NO CUENTO.


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